Francisco, mi apreciado amigo de
muchos años, desde tantos que se pierden los números
en la bruma del tiempo. Nos conocimos en el Colegio,
en el San José cuando los dirigían y enseñaban los
sacerdotes venidos desde la lejana Bayona en Francia
y desde Guipúzcoa, España, más concretamente de la
región llamada País Vasco. De ambos lados de la
frontera franco española, al pie de los imponentes
pirineos, venían los maestros llegando al Paraguay,
un mundo desconocido entonces a comienzos del siglo
XX y donde plantaron una semilla cultural cuyos
frutos están hasta ahora vivos en nuestra sociedad.
En ese colegio, señorial entonces, sin
haber sido atacada por la modernidad en una poco
feliz modificación que hicieran de aquel majestuoso
corredor, donde todas las mañanas nos recibía de
pie, enhiesto hasta el fin de su días el hermano
Laurent Palisse, al que concurríamos ansiosos de
aprender de las sabias enseñanzas que esos maestros
dictaban. El Colegio tenía varios patios; el de
menores, el de los medianos y el de los mayores.
Cada ascenso de categoría nos llenaba de orgullo,
porque sabíamos que nos acercaba al final del
camino, de la etapa del secundario (así se llamaba
en aquel tiempo el hoy ciclo medio). Desconocíamos
entonces que sería esa, seguramente, de las mejores
etapas de nuestras vidas, donde surgirían amistades
que perduran hasta hoy y que nos permiten desgranar
estos recuerdos como los que desordenadamente estoy
exponiendo. Es que sólo al pensar en ellos, el
corazón explota de emociones. ¡Cuántas anécdotas
vivimos en esas aulas y en esos corredores que son
imposibles de describir, pues, nos llevaría horas
enteras!
Francisco, ya entonces se destacaba por su
amor a las letras. Así profundicé con él mi amistad
en las sesiones de la Academia Literaria, que había
sido fundada en los principios del colegio, pero que
tomó vuelo, indudablemente, con la venida del Padre
César Alonso de las Heras al Paraguay en los
comienzos de los cuarenta, y de donde salieron tan
ilustres intelectuales cuyos nombres hasta hoy
brillan en la cultura paraguaya y lo harán por
muchos años, por siempre talvez. Francisco, siempre
inquieto, presentaba trabajos importantes para la
Academia, que eran festejados por sus miembros por
la galanura con que estaban escritos. Y así fue
creciendo en las letras paraguayas hasta convertirse
seguramente en uno de sus referentes más
importantes.
Dijo de él Hugo Rodríguez Alcalá: ‘Francisco Pérez Maricevich es
entre los poetas de la promoción de 1960 el de mayor
cultura literaria y el crítico más agudo y riguroso.
Por su formación intelectual y por su índole de
preocupaciones y afanes, Pérez Maricevich es un
hispanoamericano moderno, nacionalista y
universalista a la par, para quien su nación sólo
cobra sentido y dignidad, entendida, sentida y
querida como parte de la gran familia humana y como
llamada a un estilo de realización de los altos
valores del espíritu’.
Al leer el
cúmulo de obras escritas por Francisco, no podemos
imaginar cómo pudo hacerlo sobre distintas
temáticas. Y cada una de ellas mejor que en la otra.
Su crítica es altamente constructiva sin dejar de
mencionar todo aquello que resalta de manera
especial en cualquier obra por él comentada. Su
poesía es increíble. El último libro presentado en
la Feria del libro 2019 renueva esa vena poética que
ha demostrado desde sus años mozos, cuando creó el
Grupo ‘Asedio’ de Literatura y Arte. Escribió mucho
en esa época y luego durante años hasta hoy, una
variedad de poemas que descuellan por su lírica y su
fuerza espiritual. Sus ensayos también son dignos de
destacar. Algunos como el diccionario de la
Literatura paraguaya, o Rafael Barrett. Pudiera
seguir así citando sus obras hasta el cansancio.
Pero lo
notable, y el paso del tiempo no lo abate, es que
hoy nos vuelve a sorprender presentando una obra
sencillamente excepcional. Puede desde ya
considerarse una joya de la literatura paraguaya. Al
parecer pequeño en tamaño, pero enorme por la
calidad de su contenido. El libro se llama La
conjuración de la Medusa. El porqué del nombre,
no lo pude descubrir de entrada a pesar de mis
esfuerzos. Y me dije, esta es una añagaza que nos
pone Francisco para hacer más interesante aún su
lectura. Es que la mitología griega es fuente
inagotable de temas y de haber dejado nombres
inmortales para la literatura. Medusa, la hermosa
doncella de cabellos rubios que es violada por
Poseidón en el templo de Atenea y es castigada por
ésta que le sustituye sus cabellos por serpientes. Y
le acuerda el poder maléfico de petrificar todo
aquél que la miraba o aquél a quien ella podía
mirar.
Tres relatos
contiene el libro. En ellos enfrenta y confronta los
recuerdos en diálogos con un invisible amigo, más
que amigo su profesor, el Dr. Torales, con quien
mantiene conversaciones de altísimo valor literario,
pero además de una gran profundidad. Por ejemplo nos
dice un párrafo: ‘Y antes de entrar en le exposición
de mis recuerdos tal como me lo pide que lo haga, le
transmito, por si pueda ser útil o motivante, la
opinión de un amigo sobre la estructura y condición
del recuerdo, cuyo conjunto constituye la memoria,
esta es tanto la trama como el espacio de
manifestación de identidad de la persona.’ Y dice
finalmente de manera magistral: ‘Somos lo que
recordamos’.
Y esto nos lleva a una gran discusión universal
sobre estos conceptos: recuerdos, memoria, historia.
Si intento disiparlos creo me confundo aún más. Pero
hay algo de lo que estoy seguro. Los recuerdos son
propios de cada quien que los tiene. La memoria es
extraer esos recuerdos y volcarlos en algún lugar,
libro, artículo, poesía o lo que sea. Y la historia
es una relación cierta de los hechos acontecidos en
el pasado, con cierto rigor, orden y respeto a la
fidelidad de los mismos.
Pero, ¿qué es la historia y cuál es la
relación con la memoria? Al respecto, Josefina
Cuesta Bustillo plantea que la historia
es entendida como el saber científico de los hechos
pasados, el rigor de control de los testimonios;
mientras que la memoria es el recuerdo de estos
hechos pasados cultivada por los contemporáneos y
sus descendientes. Esto generó interpretaciones que
plantearon una distinción de conjunto entre la
disciplina científica y la construcción social de la
memoria, que inciden en la configuración de los
recuerdos que construyen los grupos sobre su propia
realidad. En palabras del historiador mexicano
Enrique Florescano, la memoria es una categoría que
alimenta a la historia y prácticamente es el
fundamento central de la historia. La historia es el
centro del recuerdo que se alimenta con la memoria,
pero que depende de las percepciones, de los
constructos y en general de la visión del
historiador.
Por su parte, Paul Ricoeur en su texto La
memoria, la historia, el olvido, plantea que la
historia y la memoria tienen una relación dialéctica
con la que se explica el pasado en relación con el
presente; la memoria es la capacidad de recorrer y
de remontar los hechos en el pasado y establecer un
vínculo con el presente, mientras que la historia se
sitúa en un espacio de confrontación de diversos
testimonios y con diferentes grados de fiabilidad.
Por lo tanto, el pasado es una construcción temporal
que depende de la relación entre memoria e historia;
en palabras de Walter Benjamín: ‘El pasado sólo es
atrapable como la imagen que refulge, para nunca más
volver’. Pero nos dice magistralmente Francisco: “Lo
dirá Ud. querido maestro, una vez cuales son las
escenas o momentos recordados y que, a medida que
escribo me brotan de la astuta memoria. Y entonces
pienso que los hechos vividos por cada quien pueden
ser considerados hipotéticamente como las fichas de
un ajedrez extraño que alguien juega con nosotros.
La partida es la vida. ¿Quién la gana?’
De esta forma suceden los momentos de la vida que
Francisco deja transcurrirla y plasma en hermosas
páginas, algunas estoy seguro, autobiográficas por
cierto. Recuerda a los niños en la hora del recreo
jugando con una vieja pelota de tenis chocando
contra la pared. Eso era lo que jugábamos en el
Colegio San José bajo el nombre de pelota vasca y
que revive en la imaginación con el alumno que se
anticipaba a las jugadas del profesor, porque su
inteligencia rápida le entregaba los resultados
aunque que cualquier pudiera hacerlo en el viejo
pizarrón. En otro de sus relatos Francisco nos dice
– siempre con el leitmotiv de la memoria:
‘¿Me tolerará el desorden temporal con que le
expongan lo que recuerdo en el momento de escribir?
He comprobado que no se punza la memoria como una
piñata o un cántaro golpeándolo con un palo a ciegas
para lograr que eche su contenido’.
La memoria es esquiva, o a
veces, traicionera, agrego yo. Se recuerda lo que se
quiere y se olvida lo que no se quiere, pero como
hay alguien al que culpar, aparece la memoria como
la coartada para todas las situaciones en que le
exigimos a la memoria que salte a la luz o que se
encienda para que la veamos. Y al hablar de
la causalidad nos recuerda al que fue seguramente el
primer libro que con el que comenzamos a transitar
por la lectura: Corazón de Edmundo de Amicis.
¿Quien no lo recuerda a Garrón contando la muerte de
su madre o a esas vertiginosas carreras por los
Apeninos? ¿O a pequeño vigía lombardo? Volver
siempre a la infancia nos enternece el corazón y nos
devuelve un poco de la juventud pérdida.
Me topo de
nuevo con la historia. En el capitulo de la
Expedición le dice a su maestro imaginario: ‘Por esa
razón sostengo como lo hace Ud. que la historia no
se escribe, se la vive y lo hace cada cual de
acuerdo a su propio espesor de tiempo’. Y acá
introduce Francisco, no podía olvidarla, a la
memoria colectiva que es una parte de la memoria de
la que hablamos cundo nos dice: ‘La historia se hace
para cada cual como persona, y para cada grupo
humano como comunidad o sociedad y que no es sino
memoria colectiva en acción. ¿O pasión, señor?’ En
esta interrogante está toda la profundidad de su
pensamiento. Cuando a veces la memoria colectiva se
ideologiza para convertirse en una sátira de la
historia y no en su verdadera dimensión. ¡Cuántas
veces se miente en pos de la memoria colectiva, o
cuantas veces se olvida también en pos de ella!
Antes de
terminar el primer relato, viene a su memoria,
aunque infantil por los años que tenía cuando
sucedió, pero maduradas con el paso del tiempo, uno
de los pasajes más tristes de nuestra historia: la
Revolución del 47. Francisco la escribe con una
maestría extraordinaria, no lo enfrenta como el
hecho militar ni político, sino cuando ya en el
final de la contienda, aparece uno de los militantes
en busca de huir a la Argentina tratando de eludir
el fogoneo infernal del enemigo, al que Francisco
llama Taguató (el gobierno) y quien resulta ser el
Dr. Mereles, uno de los personajes de la trama,
vestido con una sotana proveída por unas monjas de
convento, se encamina al exilio. Van, con el
baqueano sorteando obstáculos hasta llegar a la
orilla del río donde embarcan en una canoa en la que
pisan suelo argentino. Se vuelven para ver una vez
más, quizá la última, la tierra paraguaya y ahí de
nuevo el tableteo de la ametralladora de Taguató que
en una ráfaga se lleva al Mayor Martinch que estaba
con ellos. Y con eso parece acabar todo.
Mi memoria
registra un hecho, no comprobado, que uno de los
jefes de la Revolución cuando partía en la misma
dirección que fue Mereles grita: ‘Hemos triunfado.
Hemos dividido a la familia paraguaya’. Si es
cierto, ¿qué razón tenía? si no lo es como hecho
histórico el dicho, creo que es desgarrador, pero
verdadero. Concluye el primer relato con el hilo de
Ariadna, que finalmente nos va descubriendo lo que
diré al final. De dónde viene el nombre del libro. Y
lo hace, según las expresiones que dice a su
maestro, el Dr. Torales, ‘para no quedar prisionero
de la telaraña del pasado que es más peligroso que
la arena movediza que engulle a los incautos’.
Fíjense que además de la intensidad de los
pensamientos, qué prosa tiene Francisco. En ella si
con gusto nos dejarnos solazar.
El siguiente
relato, Don Melitón, es un relato corto, pero lleno
de temas diversos que se entremezclan y nos dan un
sabor especial al leerlo. La sabiduría del viejo
comerciante inmigrante, la candidez aparente del
personaje principal, la lujuria, la paternidad
irresponsable, la brujería, la convivencia entre
tres, son algunos de los puntos que más llaman la
atención. Pero vayamos por parte. En un pueblo de
nuestro interior, se me ocurre no sé porque
Paraguarí, quizá porque lo nombra más adelante, un
comerciante venido del extranjero, próspero por su
habilidad en comerciar, conoce a don Melitón, un
hombre trabajador pero sin capital para emprender
por sí tarea alguna. El inmigrante don Yosú, ‘el
turco’ (en realidad era sirio libanés nos dice el
autor), le presta el dinero para que inicie su
actividad en la que rápidamente Melitón prospera, y
cumple acabadamente su compromiso con el
prestamista. Ello porque trabajó un tiempo a su lado
y aprendió las artes del turco para hacer negocios.
Además el
negocio era un lugar donde concurrían varias
mujeres, y allí conoció Melitón a la hija del
talabartero de la ciudad a la que prestamente le dio
una hija que lo hizo sentir orgulloso de su
paternidad. Pero luego la mujer murió. Conoció otra
que le dio también dos hijas y pronto también murió.
Pero el relato continúa cuando una amiga del lugar,
Ña Chiní, le dice que tiene que buscar mujer, que no
puede andar solo, y el trae de nuevo otra al hogar
con la que tiene tres hijas más. Sumamos y van
siete. Pero ocurre que existe una leyenda popular
que le espolea en el cerebro. Dicha leyenda dice que
la séptima mujer es bruja. Y él aunque disuadido por
Yosú sobre la brujería, busca tener una octava hija
para escurrir del imaginario popular con los cuentos
de brujería sobre la séptima hija mujer, o como
decían también aunque no lo cita Francisco, el
séptimo varón es lobizón. Entonces comienza la
búsqueda de otro hijo, pero ahí surge una nueva
duda: ¿Debe ser con la misma mujer o con otra?
Luego el
relato imagina una curiosa convivencia entre dos
mujeres y Melitón, consentida por ambas. La una
extranjera, venida de tierras lejanas, yo supongo
que es parte de la inmigración europea a Itapúa, y
la otra paraguaya. No digo más para que lo lean.
Dentro del mismo relato se me ocurre que
indirectamente Francisco nos habla de la paternidad
absolutamente irresponsable en Paraguay, dónde los
hombres tienen hijos a diestra y siniestra, aunque
en este caso el del relato no los abandona, caso
raro entre nosotros. El final del relato está muy
bien logrado, sobre todo la pintura de nuestro
campo, ya incluso diría que del pasado, pues el de
hoy es muy diferente: más violento, menos humano,
degradado por vicios. En fin, Francisco nos habla
del otro campo que conocimos en el pasado y cuánto
lo añoramos. Lleno de amabilidad, respeto por los
mayores, laborioso, tenaz y comprometido con la
naturaleza. Pero por lo visto, ya fue…
Y por el
último el tercer relato, la simulación. Demuestra
Francisco algo que francamente desconocía en su
personalidad: su conocimiento del fútbol. Pero lo
hace de manera tal que los mezcla con cuestiones
como la fidelidad a los colores (que pueden ser
partidarios o deportivos), y de los hombres
ganadores y perdedores. Me toca muy de cerca porque
el relato se desarrolla en el campo de juego del
Deportivo Corrales, muy cercano a mi casa y donde
comencé mis primeros juegos con la
pelota. Esa que refiere
tan descriptivamente Francisco como era en sus
comienzos: ‘Introdujo el pico de inflador en el
picho de la vejiga y la fue llenando de aire hasta
dejarla bien inflada. Una vez atado el cañito de la
vejiga para impedir que se escapara el aire
contenido en su interior la introdujo con fuerza
doblándolo en el orificio o boca de la pelota de
cuero’. Más adelante el relato se refiere al
entrenador, el negro Laguna, supongo que será quien
fuera un gran jugador José Durán Laguna y a algunos
jugadores de la época: uno llamado kivevé (era pelirrojo y por eso el marcante) me parece que
se refiere a un tal Álvarez que jugaba en el
Olimpia. Otro llamado Tuí peró, no recuerdo a
quien se refiere, espero que me cuente el autor.
Está también Kavará jhú, insai derecho del
corrales. Cuenta Francisco con toda precisión, la
posición de los jugadores de antes: back, halve, insai, centreforward, hoy desaparecidos o
trasmutados a los nombre de carrileros, volantes por
la derecha o la izquierda, etc. Lo más importante,
sin embargo, es la presencia del niño partidario del
club que está perdiendo y de a poco se ‘da vuelta’
al otro que gana. La eterna lucha entre los
perdedores y los ganadores. Tan mal vista en la
política del pasado y hoy sin embargo es cosa de
todos los días. El niño del relato, se conforma y
aparece feliz finalmente con sus dos clubes. Conozco
varios comprendidos en esta situación. Pero si son
felices, ¿qué les podemos decir?
Finalmente
vuelvo al nombre del libro: Medusa petrificaba todo
aquello que le mirara a sus ojos. Y creo que
Francisco se dejó seducir por el mito de que nada se
petrifique en su memoria y no la miró nunca a los
ojos, solamente a sus recuerdos, que hoy nos los
ofrece como un obsequio maravilloso envuelto en una
prosa multicolor que nos seduce, y estoy seguro que
los deleitará también a ustedes. Este pequeño libro
es un gran libro. ¡Felicidades, querido Francisco!
José Antonio Moreno Ruffinelli
Presidente de
la Academia Paraguaya
de la Lengua Española