EL CAZADOR
CUENTO DEL CHACO ARGENTINO
‘El cazador se embriaga
Con el espeso vino del
silencio’.
Rubén Bareiro Saguier,
‘Arte poético’, Camino de
andar
(Editorial Arandurã:
Asunción, 2001).
A Mempo Giardinelli.
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Al
esteta en él le gusta definirse como un cazador
refinado. No es tanto la cifra de bestias matadas lo que
le importa, de lo que se satisfaría cualquier carnicero,
como la calidad de éstas y la acedía invertida en el
acoso para subyugarlas. La escasez de sus trofeos añade
al orgullo que saca al ver las cabezas de ellas,
disecadas y montadas sobre un soporte de madera rústico
barnizado, adornar las paredes de su despacho privado en
su pabellón de caza del Chaco argentino. Meticuloso en
el último extremo, ha indicado bajo cada una de ellas el
lugar, la fecha, y la hora exacta, hasta el minuto
preciso en que ha puesto fin a su corta existencia
terrestre. Recluido dentro del fumadero inglés, cuya
llave él solo tiene, suele pasar largas horas
dedicándose a la lectura de manuales medievales de
montería. El Arte de cetrería del Emperador del
Santo Imperio Germánico Federico II de Hohenstaufen en
el siglo XIII o el Libro de la caza de Gastón
Febus, Conde de Foix y Vizconde de Bearne en el siglo
XIV, ya no tienen ni secretos para él. En cuanto a La
caza de conejos del novelista uruguayo Mario Levrero,
es su novela contemporánea preferida.
Las muy pocas veces que consiente en otorgarse una pausa
y escoger, palpar y por fin encender uno de sus Habanas
almacenados con gran amor dentro de un cofre
humidor de cedro español humidificado a la temperatura
idónea, es para contemplar mejor las pruebas
irrefutables de su genio cinegético y acordarse de la
gesta agónica de sus hazañas, entre dos caladas agrias
cuyo buqué con aroma sazonado le cosquillea la nariz y
le embruja al mismo tiempo.
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Decide comenzar otra campaña cuando el deseo imperioso
de volver a vivir momentos de exaltación tan fuertes le
agarra tanto que le duele la tripa. Él es un lobo
solitario, no le gusta la compañía de sus semejantes.
Vive solo, caza solo. Su única compañera es su carabina
que limpia con minuciosidad y devoción, mostrándole más
cariño del que lo hiciera con su propio hermano. Escoge
uno de estos días lluviosos y fríos de otoño tan
propicios a la introspección. Saliendo al amanecer, anda
y anda durante horas bajo los sotobosques pasando por
caminos vecinales y atajitos. Rasguñada la cara por
ramajes, enrojecidos los ojos por una noche previa de
insomnio, las sienes zumbadoras, vagabundea al azar,
alterado todo por temblores febriles, cuya causa es un
canso creciente y una exasperación casi irreprimible
relacionada con la más que inevitable decepción
perfilándose ya a la vista.
Amargoso, está a punto de acreditar su derrota y volver
a casa con las manos vacías, cuando de repente lo ve
surgir de la nada y acercarse hacia él. Apenas tiene
tiempo para echarse en el suelo al último instante
sobre una alfombra de musgo que consigue amortiguar el
ruido de su caída. Por suerte, se encuentra bajo el
viento, de tal manera que su olor humano no asusta al
animal esquivo; sin embargo éste se queda parado e
indeciso: temeroso por naturaleza, lo imprevisto no
corre en sus genes. Aspira el aire a la derecha y a la
izquierda, como si fuese petrificado por la percepción
de
una presencia hostil,
que imagina cercana sin que la pueda claramente
identificar. El cazador, con el arma apuntada a él, se
burla de sus mímicas de angustia y se ríe para sus
adentros de sus
miradas tristes y atemorizadas. Lo que más le excita en
su manera de cazar es justamente este momentito preciso:
las premisas y la preparación del pasaje a los hechos.
Espera, para disparar, que lo sienta casi casi listo
para la puesta en camino de nuevo. La descarga violenta
le abate de frente, hiriéndolo mortalmente
en el vientre.
La bestia, tomada por espasmos incontrolados, se
desploma pesadamente chillando de manera débil.
Con el corazón palpitando a toda velocidad, el hombre se
levanta de un salto y corre hacia ella. Arrodillándose,
le toma suavemente la cabeza entre sus brazos antes de
sentarse a su lado sobre las hojas chorreantes. Ella le
escruta intensamente, los ojos ya vidriosos, como si
rogara le diera al menos una explicación sensata del
porqué. El cazador la arrulla tiernamente contra el
pecho, acariciándole su morro húmedo. Se estremece bajo
la lluvia helada que le gotea en el cuello. Cuando el
trueno ruge y
el rayo cae a un centenar de metros de ellos, la mira
bajo la luz pálida cegadora con todo el respeto debido
del vencedor por su vencida. Precipitadamente la
besa en un apretón morboso, chupando con apetito tragón
el último soplido de aire salido de su boca abierta.
Al estar el animal definitivamente occiso, el cazador se
endereza con dificultad, y levantando los brazos con los
puños apretados, pone en el cielo un grito
gutural que parece proceder de la noche de los tiempos.
Quitando la navaja de la vaina colgada de su cinturón,
se propone eviscerar a la bestia. Opera de manera
metódica, sin violencia ni precipitación. Es su forma de
comulgar con los dioses del bosque en una ofrenda
agradecida. La voluptuosidad del contacto pegajoso de
los intestinos que deslizan entre sus dedos lo deja sin
respiración.
Aspira con todas sus fuerzas el olor embriagador de
excrementos, bilis y sangre mezclados, y se pone a
cabecear, como si fuese endemoniado.
Se macula la cara con la sangre de su víctima, y se lame
los dedos sanguinolentos con fervor renovado. Puede
sentir el alma de la bestia invadir lo recóndito de su
ser, la fuerza de la juventud que acaba de robarle para
siempre, revivificarle también. En trance, se
desabotona, sale su miembro viril turgente y se libera,
regando con su semen los restos mortales del animal.
Despavorido, contempla a la bestia largo tiempo,
apreciando plenamente el regalo inmenso que ella le ha
hecho. Recobrando el juicio, la degolla y separándole la
cabeza del torso, la inserta con cautela en una bolsa de
plástico que ha sacado de su zurrón. Seca su machete
regaladamente sobre los costados del animal, forma de
agradecerlo con una oración silenciosa. Por seguro no se
va a olvidar de su sacrificio, ni tampoco del goce
sublime que le ha proporcionado. Como de costumbre, se
propone abandonar el cuerpo descabezado a los dueños del
bosque. Artista, no caza para comer, sino por placer.
Admirando la belleza fría del astro lunar, orina en
contra de un árbol y, sin ninguna mirada más por su
presa, empieza a caminar de vuelta a casa chiflando
ahora de muy buen humor.
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Reporte 24,
‘La información a tiempo’. Resistencia, domingo 2 de
noviembre: ‘¿Una nueva víctima del asesino serial?’ De
nuestro corresponsal.
Ayer por la mañana, en las inmediaciones de Villa Río
Bermejito en el lindero del bosque, el guardia forestal
horrorizado hizo el descubrimiento macabro de una mujer
joven de unos veinte años y pico matada por una bala de
carabina y decapitada después. La batida para recuperar
la cabeza desaparecida no arrojó resulto alguno, y los
policías encargados de la búsqueda infructuosa acabaron
concluyendo que probablemente la habían robado y
devorado unos perros vagabundos.
El comisario encabezando la investigación no desestima
la posibilidad de que fuera un crimen ritual, pues, la
pobre finada fue destripada y sus entrañas dispuestas
con delicadeza sobre un altar precario de hojas y
ramitas. Sea lo que fuere, lo que sí es cierto es que
fue la quinta jovencita en los últimos dos años por
perecer de la misma manera en la provincia, siendo ella
matada por lo que bien parece ser sin más duda un
asesino serial. Instamos entonces a todas las mujeres
que caminaran solas al atardecer ejercer la máxima
prudencia, sobre todo si tuvieran que aventurarse en el
límite del despoblado.
Alain Saint-Saëns
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